La Evaluación más que una nominalización en boga, incita transformaciones

Ilustración de André Letria

Álvarez Méndez, Juan Manuel. (2001). Evaluar para conocer, examinar para excluir. Madrid, España: Ediciones Morata.

El autor, de forma evidente, defiende la tesis de la importancia que tiene, no solo introducir cambios conceptuales o nominales en el proceso evaluativo según los términos en boga, sino que deben, prioritariamente, pasar por el cedazo de la criba del pensamiento de docentes, directivos y; por supuesto, de aquellos que están en el mundo de la educación. La evaluación se ha visto avasallada por la reproducción masiva de terminología «snob» sin antes haber realizado un estudio minucioso para saber qué hay detrás de cada concepto o qué implica en la práctica. El autor Indica que cada uno de estos conceptos debe ir acompañado de cambios profundos y sustanciales en la totalidad de la estructura evaluativa. Además, que se deben abordar con claridad epistémica puesto que un giro de sentido de esa complejidad devienen acciones de transformación para el aprendizaje y la enseñanza.

En el recorrido de lo que plantea en su contenido defiende, con argumentos válidos, en qué situación se encuentra la evaluación de los aprendizajes y, por su parte, insiste en el nuevo horizonte que debe dirigirla. En el capítulo uno indica que la evaluación con “intención formativa” va más allá de la medición y la calificación. Debe prefigurar, por el contrario, una “actividad crítica” donde el profesor, más que dar una calificación o resaltarle los errores al estudiante descalificándolo y con marcado sentido punitivo, debe ofrecer descripciones argumentadas para que el estudiante pueda seguir creciendo en su aprendizaje. Agrega, Álvarez, que la evaluación debe estar orientada a la “comprensión” y al “aprendizaje”, no al “examen”; este cambio o giro neural es un poco ir en procura de finalizar con el legado de la racionalidad técnica.

 Crítica, fuertemente, la introducción semántica de conceptos nuevos sin la comprensión trascendente y todo lo que conllevan dichos términos o nominalizaciones. Finalmente, en el primer capítulo advierte que “Un pensamiento no se convierte en ‘crítico’ por el mero hecho de ponerse esa etiqueta, sino en virtud de su contenido”. (p.27). Así las cosas, un poco para decir que la evaluación se cambia y brinda confiabilidad en la “praxis”; proceso de práctica y reflexión bajo la luz clarificadora de las teorías. Es, pues el único camino o manera que habría para lograr la transformación de lo que se hace en el aula frente a los procesos evaluativos. Enfatiza que con solo la práctica y las buenas intenciones no bastan para transformar la evaluación en el quehacer educativo, con solo estos elementos no se haría el cambio de las prácticas de evaluación, hay que avanzar hasta la reflexión ilustrada.

En el capítulo dos el autor hace referencias al deslinde y la preocupación del docente más por el cómo hacer, que reflexionar, primero que todo, “sobre el porqué y el para qué” de la evaluación de los aprendizajes. Dice que todas estas visiones son el legado que el positivismo hizo del conocimiento y que a pesar de las nuevas epistemologías y concepciones, hay un lastre de esas ideas que se orientan más hacía las conductas del que aprende, que sobre los modos de pensamiento o maneras de aprender del estudiante. Indica con insistencia que es neural situarse comprensivamente ante el conocimiento y, desde esta perspectiva, tener una “coherencia epistemológica” a la hora de la evaluación, puesto que el aprender no es acumular contenidos de conocimiento; sino que, por el contrario, es adquirir unas maneras o ciertas habilidades de razonar con ellos hasta aprehenderlos, interiorizarlos e integrarlos en la estructura mental.

En el mismo sentido, el autor traza la idea sobre la base de lo que los profesores deben preguntase al hablar de evaluación, como de otros tantos aspectos que abarca la educación, entre ellos: cuál es la concepción o visión sobre el conocimiento, la enseñanza, el aprendizaje, el desarrollo del currículum, la evaluación, para que desde ahí se empiecen a cambiar las prácticas en el aula de clase. Todo ello desde sustentos teóricos con el propósito de cambiar la mentalidad, que es lo más complicado. Prosigue en el capítulo tres con la idea de que no se debe limitar al “efecto de la novedad de las palabras”, sin hacer un cambio medular que transforme toda la estructura evaluativa en la praxis. Hay una contradicción muy marcada que, por un lado, se proclama el aprender a aprender, pero que a la hora de la evaluación se repiten los procedimientos de medición, indica Álvarez al respecto; no hay coherencia en lo que se predica con lo que se aplica; en últimas, “no se vive lo que las palabras dicen” entendiendo que con el mero cambio de las palabras y conceptos sobre la evaluación no se hace reforma ni se crean realidades cambiantes.

Durante el paralelo contrastivo que arropa toda la obra del autor pondera que hay algo oculto en la evaluación, que se viene haciendo un desvío bien sea por desconocimiento epistémico o por no ahondar en lo que prefigura cada concepto relacionado con la evaluación y que, además, se centran en otras cuestiones descuidando lo esencial: el aspecto formativo y la dimensión ética. Es decir, se necesita pasar de la obsesión por la objetividad rectificante, a la búsqueda del ejercicio justo y ecuánime entre las partes de ese todo complejo que implica la evaluación. Enseguida advierte con una cita de Stenhouse (1984, p. 140) “cuanto más objetivo sea un examen, tanto más falla en revelar la calidad de una buena enseñanza y un buen aprendizaje”. (p. 56). Todo ello para insinuar que no es saludable para la educación ver la evaluación como examen. Seguidamente, enuncia que “Nada hay más familiar y natural que la conversación” para hacer del proceso evaluativo una apuesta de transformación para aprender. Puesto que una educación que gire en torno a procesos de selección y de exclusión, circunscribe las posibilidades del aprendiz de acceder al conocimiento.

Desde esta perspectiva, el autor enfatiza que evaluar es conocer, es contrastar, es dialogar, es indagar, es argumentar, es deliberar, es razonar, es aprender. Y, por lo tanto, si se sigue viendo la evaluación como examen, lo que se está haciendo o fortaleciendo es la exclusión de un buen número de estudiantes. No tendría sentido hablar de la evaluación educativa si no está al servicio de mejorar la práctica de formación de los implicados directamente: docentes y estudiantes. Es enfático, cuando manifiesta que una evaluación como examen termina siendo un ejercicio instrumental que empobrece las actitudes, aptitudes y la autoestima del que aprende. Ulteriormente, indica que, “no se puede cambiar ningún elemento de la estructura sin que cambie toda la estructura”, para manifestar que hay que hacer cambios bien profundos en lo que corresponde a la epistemología y la praxis de la evaluación. Es poder hacer distinciones para hacer los procesos de transformación y no seguir con la consigna en boga de que se examina y califica mucho, pero se evalúa muy poco.

Referencias

Álvarez Méndez, J. M. (2001). Evaluar para Aprender, Examinar para Excluir (cuarta ed.). Madrid, España: Ediciones, Morata.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.

CALENDARIO

abril 2021
L M X J V S D
 1234
567891011
12131415161718
19202122232425
2627282930  

CATEGORÍA